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Vaivenes del perdón
Por Sergio Sinay
Decía Teresa de Calcuta que el perdón es una decisión y no un sentimiento. La aclaración es pertinente. Hay gente que se vanagloria de perdonarlo todo, aunque eso pueda parecerse más a la soberbia que a la humildad, como si se dijera: "Nada de lo que alguien me haga me llega, estoy por encima de eso". En verdad, no todo es perdonable, y quien lastima u ofende debe saberlo, para comprender que quizás deba convivir por siempre con la consecuencia de su acción. Por otra parte, hay quienes afirman que nunca perdonan, y acaban pareciéndose a los primeros. Es otra forma de la soberbia: "Le advierto al mundo que soy intocable y que quien me ofenda padecerá por siempre mi santa furia".
La cuestión del perdón es menos simple de lo que parece. Resulta muy difícil perdonar sin olvidar. Como señala la escritora y psicoterapeuta Elisabeth Lukas, quien perdona y olvida en realidad olvida lo que perdona y queda expuesto a vivir otra vez el mismo dolor por las mismas razones. Quizás el punto más alto del perdón sea aquel en el cual, una vez otorgado, tanto el ofendido como el ofensor recuerdan lo que ocurrió y hacen de ello un impulso para una simultánea transformación.
No siempre alcanza con pedir perdón; es necesaria una reparación. Esto requiere humildad. También debe tenerla el ofendido para no hacer de su perdón una extorsión; no pedir reparaciones imposibles ni revanchistas. A veces, repitámoslo, no hay reparación posible y también de ello se puede aprender, siempre que el amor y la compasión pueden hallar un lugar entre ofensor y ofendido.
En definitiva, sólo puede perdonar quien a su vez ha lastimado y ha necesitado de perdón. Y sólo puede pedir perdón quien ha sido herido y sabe que las heridas no se borran pero cicatrizan. De un lado y del otro es necesaria la empatía, madre de la compasión. Cuando ella desaparece, dejamos de vernos el uno al otro. Y no hay perdón posible.